MISSING MR M

Hasta hace unos meses, si pegabas la oreja al suelo de Torgo, sabrías que una patrulla diaria de una veintena de patas, entre perros y humanos, pasaba dos veces al día para ver cómo iba la vida. El grupo, muy profesional, salía unas veces con más pereza que otras, porque el tiempo tiene esas cosas. Si llovía salía dubitativo, pero salía. Como aquel invierno que llovió tanto, tanto, tanto que, como todo era mojarse, al final Mincho ya no se aclaraba sobre cuándo tocaba secarse, si era al ir o al venir, y le parecía que al acercarse a la puerta desde dentro o fuera, ante la duda, lo mejor era sacudirse.

El caso, volviendo a la patrulla diaria del viñedo, es que una docena de patas hacía una primera pasada a una velocidad de viento, mientras que cuatro, más lentas y pesadas, uniendo un centro de gravedad a la tierra de forma segura, inspeccionaban las manzanas más recientes ya caídas, comprobando su maduración óptima, las naranjas a punto de tocar el suelo, y descansaban de vez en cuando, para que el dueño de ese cuerpo rotundo oliera el valle. Ah. Los mejores lugares para parar eran justo al borde de cada terraza, en las vistas más espectaculares, para parecer que filosofaba. Y hacerse esperar. “¡Mincho! ¡Vamos!” Las otras doce patas ya cansadas de correr y jugar, perseguir gatos atletas, buscar algún topillo. Y la vuelta, el salto a veces mal calculado para salvar el regato, otra pasada por las manzanas del pilón y un traguito directamente del chorro. Ahí, ya, un crawl para subir las escaleras hasta la primera terraza, otro para llegar a la bodega y otro para, finalmente, poner la panza en el suelo, pegar las patas de atrás a un punto firme y resoplar antes de dormir al sol de la terraza. Finalmente.